EL HOMBRE QUE
CALCULABA
Malba Tahan
CAPÍTULO
1
En el cual encuentro,
durante una excursión, un viajero singular. Qué hacía el
viajero y cuáles eran las
palabras que pronunciaba. Cierta vez volvía, al paso lento de mi camello,
por el camino de Bagdad, de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, en las
márgenes del Tigris, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero
modestamente vestido, que parecía reposar de las fatigas de algún viaje.
- Disponíame a dirigir al
desconocido el “zalam” trivial de los caminantes, cuando con gran
sorpresa le vi levantarse y pronunciar lentamente:
- Un millón cuatrocientos
veintitrés mil, setecientos cuarenta y cinco.
Sentóse enseguida y quedó
en silencio, la cabeza apoyada en las manos, como si
estuviera absorto en profunda meditación. Me paré
a corta distancia y me puse a observarle como lo habría hecho frente a un
monumento histórico de tiempos legendarios. Momentos después se levantó,
nuevamente, el hombre, y, con voz clara y pausada, enunció otro número
igualmente fabuloso:
- Dos millones,
trescientos veintiún mil, ochocientos sesenta y seis. Y así, varias veces, el extravagante viajero, puesto de pie,
decía un número de varios millones, sentándose en seguida en la tosca piedra
del camino. Sin saber refrenar la curiosidad que me aguijoneaba, me aproximé al
desconocido, y después de saludarlo en nombre de Alah (con Él en la
oración y en la gloria), le pregunté el significado de aquellos números que
sólo podrían figurar en
proporciones gigantescas.
¡Forastero!, respondió el “Hombre
que calculaba”, no censuro la curiosidad que te llevó a perturbar la marcha de
mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y, ya que supiste ser delicado
al hablar y al pedir, voy a satisfacer tu deseo. Para eso necesito, sin
embargo, contarte la historia de mi vida. Y narróme lo siguiente:
CAPÍTULO
2
En el cual Beremís Samir,
el “Hombre que calculaba”, cuenta la historia de su vida. Cómo fui informado de
los prodigiosos cálculos que realizaba y por qué nos hicimos
compañeros de viaje. Me
llamo Beremís Samir y nací en la pequeña aldea de Khoy, en Persia, a la sombra
de la gran pirámide formada por el monte Ararat. Siendo muy joven todavía,
me
empleé como pastor al
servicio de un rico señor de Khamat. Todos los días, al salir el Sol, llevaba
el gran rebaño al campo, debiendo ponerlo al abrigo, al atardecer. Por temor de
extraviar alguna oveja y ser por tal negligencia castigado, contábalas varias
veces durante el día. Fui, así, adquiriendo, poco a poco, tal habilidad para
contar que, a veces, instantáneamente, calculaba sin error el rebaño entero. No
contento con eso, pasé a ejercitarme contando además los pájaros cuando, en
bandadas, volaban por el cielo. Volvíme habilísimo en ese arte.
Al cabo de algunos meses
–gracias a nuevos y constantes ejercicios-, contando hormigas y otros pequeños
insectos, llegué a practicar la increíble proeza de contar todas las abejas de
un enjambre. Esa hazaña de
calculista nada valdría frente a las otras que más tarde practiqué. Mi generoso
amo, que poseía, en dos o tres oasis distantes, grandes plantaciones de
dátiles, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó de dirigir su
venta, contándolos yo uno por uno en los cachos. Trabajé asía al pie de los
datileros cerca de diez años. Contento con las
ganancias que obtuvo, mi
bondadoso patrón acaba de concederme algunos meses de descanso, y por eso voy
ahora a Bagdad pues deseo visitar a algunos parientes y admirar las bellas
mezquitas y los suntuosos palacios de esa bella ciudad. Y para no perder el
tiempo, me ejército durante el viaje, contando los árboles que dan sombra a la
región, las flores que la perfuman y los pájaros que vuelan en el cielo, entre
las nubes. Y señalando una vieja y grande higuera
que se erguía a poca distancia, prosiguió: - Aquel árbol, por ejemplo, tiene
doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene, término medio,
trescientas cuarenta y siete hojas, se deduce fácilmente que aquel árbol tendrá
un total de noventa y ocho mil quinientas
cuarenta y ocho hojas.
¿Qué le parece, amigo? - ¡Qué maravilla! –exclamé atónito-. ¡Es increíble que
un hombre pueda contar todos los gajos de un árbol, y las flores de un jardín!
Tal habilidad puede proporcionar a cualquier persona un medio seguro de ganar envidiables
riquezas.
- ¿Cómo es eso? –preguntó
Beremís-, ¡Jamás pasó por mi imaginación que pudiera ganarse dinero contando
los millones de hojas de los árboles o los enjambres de abejas! ¿Quién podría
interesarse por el total de ramas de un árbol o por el número de pájaros que
cruzan el cielo durante el día?
- Vuestra admirable
habilidad – expliqué- podría ser empleada en veinte mil casos
diferentes. En una gran
capital como Constantinopla, o aún en Bagdad, seríais útiles
auxiliar para el Gobierno.
Podríais calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil os sería evaluar las
riquezas del país, el valor de las colectas, los impuestos, las mercaderías y
todos los recursos del Estado. Yo os aseguro –por las relaciones que mantengo,
pues soy bagdalí, que no os sería difícil obtener una posición destacada junto
al glorioso califa Al-Motacen (nuestro amo y señor). Podríais, tal vez, ejercer
el cargo de visir – tesorero o desempeñar las funciones de Finanzas musulmanas5.
- Si es así, joven –
respondió el calculista- no dudo más, y os acompaño hacia Bagdad. Y sin más
preámbulo, se acomodó como pudo encima de mi camello (único que teníamos),
rumbo a la ciudad gloriosa. De ahí en adelante, ligados por ese encuentro
casual en medio del agreste camino, nos hicimos compañeros y amigos
inseparables. Beremís era de genio alegre y comunicativo. Joven aún –pues no
tendría veintiséis años-, estaba dotado de gran inteligencia y notable aptitud
para la ciencia de los números. Formulaba, a veces, sobre los acontecimientos
más banales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban gran agudeza de
espíritu y verdadero talento matemático. Beremís también sabía contar historias
y narrar episodios que
ilustraban sus
conversaciones, de por sí atrayentes y curiosas. A veces pasábase varias horas,
en hosco silencio, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas oportunidades
me esforzaba por no perturbarlo, quedándome quieto, a fin de que pudiera hacer,
con los recursos de su memoria privilegiada, nuevos descubrimientos en los misteriosos
arcanos de la Matemática, ciencia que los árabes tanto cultivaron y
engrandecieron.
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